Por segunda vez este verano, a la puesta de sol de ayer martes, vi el rayo verde. Como en la primera ocasión, como en muchas, en docenas de ocasiones ya, desde la terraza de Buenavista, en Igeldo.
He perseguido la visión del rayo verde desde mi ya muy lejana primera juventud y si tuviera que hacer balance concluiría que viene siendo una persecución con resultado altamente positivo.
Para incrédulos: el rayo verde no es una leyenda. Extracto de Wikipedia: es un fenómeno óptico real, que se produce bajo ciertas condiciones atmosféricas particulares; cuando el disco solar se esconde sobre una superficie muy llana (por ejemplo el mar), sus últimos rayos quedan muy refractados por la baja atmósfera, de tal manera que sólo llegan hasta el ojo del observador los colores amarillo y verde; se aprecia como un destello amarillo verdoso justo en el instante de ocultarse la parte superior del sol.
Hecha esta digresión robada, vale la pena recordar que del rayo verde escribió Julio Verne en una deliciosa novela por entregas publicada a finales del XIX. Un siglo más tarde Éric Rohmer hizo una interesante película con ese mismo título: El rayo verde. El rodaje de las escenas en las que trataba de capturar el rayo verde lo hizo Rohmer desde Biarritz, próximo a Igeldo, sobre el mismo mar Cantábrico en que tantas veces me ha emocionado la visión de este fenómeno a la vez físico y emocional.
En julio pasado, la vez anterior, compartí el rayo verde con un grupo bastante numeroso de personas, inicialmente escéptico en parte y colectivamente entusiasmado luego. Ayer solo Cristina y yo esperábamos el fenómeno; los demás usuarios de la terraza se mostraron indiferentes y otros prefirieron la confortabilidad del interior del bar, sin visión del mar.
Tal vez fue el sentimiento de exclusividad lo que dio un valor añadido a mi rayo verde de este mes de agosto. Su aparición puso el contrapunto que necesitaba mi mente, agobiada por una situación económica que amenaza seriamente el bienestar de nuestra sociedad y en su degeneración no hace sino reafirmar la pesimista sentencia de La Rochefoucauld: “no hay situación, por grave que sea, que no sea susceptible de empeorar”.
La economía y sobre todo los efectos perversos que la crisis económica provoca, ha puesto esta materia a la cabeza, no solo de la preocupación ciudadana, algo totalmente comprensible, sino, hecho extraordinario, en la primera línea de las conversaciones de los ciudadanos. Donde (el ascensor, la cola de la panadería) ayer se hablaba del tiempo hoy se habla de economía. Las cartas de los lectores en los periódicos, que siguen siendo en mi opinión el mejor medidor de la inquietud social, confirman esta impresión. La señora que hace la limpieza del portal en mi casa, cuando me saluda no se refiere a la lluvia que ha caído incesante este verano en Donostia; se duele de lo que cae con la crisis.
“La economía, estúpido” es la frase que define la campaña electoral con la que Bill Clinton ganó a Bush padre en 1992. Viniera o no (la mayoría de las veces) a cuento ha sido repetida hasta la indigestión por cualquiera que haya escrito en un periódico estos últimos 20 años. Alguien, tal vez muchos, pensará que ese slogan tiene hoy, precisamente por la crisis económica, mayor vigencia que nunca. No lo creo. Al contrario, es el momento de reivindicar la política; de exigir la política. Sin apelaciones a la idiotez de nadie, hay que pregonar la necesidad de devolver a la política el lugar en el que le se ha visto suplantado por ese espectro fantasmal que llaman mercados.
Así las cosas, no me sorprende el efecto de alivio, estimulador, vigorizante de ese otro espectro, del rayo verde.
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