Ayer miércoles se repitió el fenómeno. Desde el mismo lugar asomado al Cantábrico de la víspera, rodeado esta vez de docenas de personas que presenciaron expectantes el espectáculo y que a su término manifestaron su entusiasmo por lo que acababan de ver, el rayo verde se hizo presente a la puesta del sol.
Horas antes, el mundo occidental asistía asombrado a otro capítulo de degradación de la situación económica. Los mercados volvían a imponer su tiranía ante la impotencia de la política, que continúa desaparecida. Y si escribo esto un día después es por descargar, siquiera un poco, mi mala conciencia.
El mundo es incapaz de defenderse, de defenderme con él y yo espero la aparición del rayo verde. Algo así hacía Nerón cuando tocaba la lira mientras Roma ardía por los cuatro costados.
Bueno: escribo para condenar mi frivolidad y para absolverla; pero escribo también para expresar mi solidaridad con tantos colegas periodistas obligados a hablar todos los días de la crisis económica y sus consecuencias; a tratar cada día de divulgar conceptos como la deuda pública y el diferencial de riesgo que conocen insuficientemente; y, lo que es peor, exigidos a interpretar las señales que emiten los nuevos profetas del Apocalipsis que son hoy las agencias de calificación.
Con todos ellos quiero compartir la sentencia de Karl Kraus en su Contra los periodistas y otros contras: “No tener una idea y poder expresarla; eso hace al periodista”.
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