Este mediodía de lunes ETA ha hecho público un comunicado en el que anuncia la declaración de un alto el fuego permanente y verificable. No por esperado, el anuncio me ha parecido una gran noticia que merecía ser celebrada y así lo he hecho. Quienes mejor me conocen dirán que encuentro con facilidad motivos de celebración y, aunque así sea, pienso honestamente que la ocasión lo merece.
La declaración se ha hecho esperar mucho, demasiado tiempo y tal vez en estos momentos lo “correctamente político” (así lo expresaba una persona en una conversación que se desarrollaba cerca de mí recientemente) sería decir que ETA debería haber anunciado el cese de su actividad armada al día siguiente de su constitución (en 1959) o el día siguiente de su primer atentado mortal (en 1968). No es una cuestión de fechas.
Sí, ya sé que los términos en que se ha emitido el comunicado podían haber sido mejores, pero pienso que la declaración no es despreciable. En las horas inmediatas a su difusión ha merecido desde el aplauso de unos hasta el rechazo de otros, pasando por todas las situaciones intermedias. El anuncio a nadie ha dejado indiferente aunque ya a media tarde advierto que en la sociedad y sobre todo en la clase política gana el escepticismo.
La valoración que más oigo repetirse es “insuficiente”. También a mí me lo parece y deseaba que el comunicado hubiera ido más lejos. Pero en la insuficiencia hay grados. Tantos como puede haber desde la alegría crítica por el anuncio hasta el rechazo visceral de quienes lo desprecian y desestiman, de principio a fin, su contenido. Me duele su cortedad de miras.
Celebro la declaración de hoy aunque mi deseo sincero es el anuncio de la disolución. La actividad de ETA ha representado un terrible lastre para el desarrollo económico y social del País Vasco y, aún más, para la convivencia en nuestra sociedad en la que ha hecho crecer la confrontación hasta límites inaceptables y en más de una ocasión ha puesto al borde de la desvertebración.
Nos hemos hecho viejos (algunos) esperando este momento, o uno similar. No anuncia expresamente el fin pero a él apunta. Por eso le doy mi bienvenida crítica; por eso estoy dispuesto a trabajar para que nadie lo arruine. Tras el comunicado de hoy sólo imagino el final; un final sin gloria, con toda la discreción y hasta la humildad que la situación requiere. Y también sin humillación añadida.
Al fin de ETA vienen apuntando, desde hace años, numerosos indicadores sociales, judiciales, policiales y políticos. Cuál o cuáles sean los que acaben arrogándose el mérito de la desaparición, cuando se produzca, importa menos. Todos saben el valor del gesto de una sociedad que ha acabado harta y ha dado la espalda a uno de los últimos (no el único, pues hay varios) vestigios del franquismo.
En varios momentos de mi vida he tenido la sensación de que no había, en los ámbitos en los que descansa el poder en España, un interés auténtico, real, en acabar con ETA. Hace unas semanas, en una brillante entrevista-río del escritor J.J. Millás a Felipe González en “El País”, el ex presidente del Gobierno confesaba que tuvo en su mano decidir la desaparición física de toda la cúpula etarra, a la que habían localizado en algún lugar del territorio francés y desestimó la posibilidad.
Esta declaración provocó multitud de condenas, numerosas expresiones de la hipocresía a las que nos tiene acostumbrados nuestra clase política y algunas denuncias. El señor X, el presidente del Gobierno que seguramente creó los GAL y con toda seguridad los amparó, había escandalizado a la bienpensante sociedad española. A mí me sonó a déjà vu.
Sobre todo en los años 90 he creído, no una sino varias veces, que en las instancias con capacidad de decidir sobre esta materia tan delicada no se quería de verdad el final de ETA. Que se asumía su actividad como un mal soportable, cuyos efectos nocivos afectaban a toda la sociedad española pero cuyas víctimas principales eran los propios vascos.
La pervivencia de ETA y de su actividad terrorista ha provocado en el País Vasco efectos políticos y sociales que no pasarían inadvertidos a ningún observador. ¿Cómo, si no, se entendería que los dos partidos que en España se muestran un odio casi salvaje unan sus fuerzas como lo han hecho PSOE y PP para gobernar en Euskadi? ¿Y qué sino el terrorismo ha alejado a Navarra de la Comunidad Autónoma Vasca e impedido, quizá para siempre, la creación de una única entidad? Reconozco que esta es la perversión que políticamente más me duele.
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